Recuerdo una anécdota de la infancia relacionada con la caza que me marcó; Iba con mi padre y un hermano que constantemente lo importunaba para que le dejara la escopeta de perdigones (como esas de las barracas de feria) para tirarle a los gorriones que poblaban los árboles del “manicomio” de Pamplona, en aquellos años, en las afueras de la ciudad.
Tanto insistió que finalmente, nuestro padre cedió y le dejo la escopetilla para que lo intentara. Tras varios intentos infructuosos, se la quité de las manos y le dije: ¡Ahora me toca a mí! Dicho y hecho, un perdigón, un tiro y un gorrión que cae a plomo.
Corrí entusiasmado a recoger el trofeo y cuando tuve entre las manos aquella pequeñez todavía caliente y desmadejada, me entró tal congoja, que le entregué la escopeta a mi padre y no volví a coger un arma hasta que me toco hacer “la mili”
Es una historia recurrente que viene a mi cabeza cada vez que por una u otra causa, el asunto de la caza me roza aunque sea por accidente.
El otro día, recorriendo un parque natural, me encontré, inmerso en él, unas cuantas hectáreas de terreno cercadas como coto deportivo de caza. Término este, el de deportivo, que no concibo asociado a esa actividad. Porque, vamos a ver, la pesca deportiva o sin muerte puede no ser entendida por los animalistas más ortodoxos, pero cuando menos, y aunque sea con alguna herida, el pez sigue viviendo, pero ¿quién devuelve la vida a las piezas cobradas a escopetazo limpio?
En fin, que dentro del coto hay incluso un helipuerto, lo que nos da una idea de quienes son sus usuarios. Y pastando entre los roquedos y arboledas, algunas cabras. Cabras que han de estar acostumbradas a las personas, porque cuando me vieron apenas si se inquietaron, alejándose tranquilamente cuando la distancia fue solo de diez o doce metros, veinte a lo sumo.
Me imagino a los señoritos, empresarios, políticos y otras gentes de postín bajándose del helicóptero perfectamente pertrechados con sus trajes de camuflaje, sus rifles y su machete al cinto para recorrer el corral, porque en definitiva es un corral, en busca de las pobres cabras que no tienen escapatoria y siento que una mezcla de ira, desprecio e incomprensión me desborda.
Consciente no obstante de lo complicado de erradicar estas prácticas, trato de encontrarle algo positivo a tan aberrante y estúpida diversión y me digo:
Si disponer de un coto privado (corral) dentro de un parque natural donde darle gusto al gatillo para satisfacer sus más bajos instintos y alimentar su enorme ego por aquello de la exclusividad, evita que anden furtibeando y matando allí donde la fauna y su entorno ha de estar protegida; pues vale, que así sea, pero desde aquí os maldigo, aunque solo sirva para mi propio desahogo.
Muy sentido tu escrito y precioso. Estoy contigo, pobres cabras de "corral".
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