El tren
del fin del mundo
El sur,
en los confines del continente americano, nombres que suenan a aventura y
soledad, a frio viento y nieve, a fauna salvaje y a hombres que lo fueron.
No me refiero a los nativos que allí sobrevivían
integrados en el medio hostil, duro pero bello. Es más bien a aquellos que
llegaron como elefantes en una cacharrería, arrasando con todo lo que les estorbaba, esquilmando todo lo que era aprovechable.
Pero
ahora, tras aquello, nos queda su gesta idealizada, también el recuerdo de la
crueldad del destierro para aquellos habitantes del penal más austral del
continente que tuvieron que bregar duro en la propia edificación que los albergaría
y en las casas de quienes se encargarían de vigilarlos y de sus familias.
Para la
explotación de los bosques de los que se sacaría la madera de dichas
construcciones tuvieron que construir también el ferrocarril con que trasportarla.
Este que os muestro y que ahora va atestado de turistas.
Aglomeraciones
que restan magia al lugar y desvirtúan la épica de otros tiempos pero que
permiten al soñador revivir aunque sea con dificultad los días difíciles y
hasta sentirse un poco héroe al haber conseguido llegar hasta allí, aunque el heroísmo
sea hoy más bien de carácter económico
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